La cuestión de la identidad de Jesús es clave en todos los Evangelios. La misma clave nos puede ayudar a interpretar la Semana Santa. En el evangelio que hubiésemos leído en la procesión del Domingo de Ramos, la gente de Jerusalén se pregunta, “¿quién es este?” (Mateo 21:11). La celebración del misterio pascual nos ayuda a discernir la identidad de Jesús, y nos genera una pregunta profunda: si este es Jesús, ¿quién voy a ser yo?
Jesús es el nuevo cordero pascual. Su crucifixión empieza a la misma hora en la que se encendían los fuegos para cocinar el cordero de la cena de la Pascua judía. En el día de hoy, Viernes Santo, leemos la versión de la Pasión según Juan. En Juan, las últimas palabras de Jesús en la cruz, “se ha acabado” son un eco de las palabras con las que termina el seder, la cena ritual judía. Cualquier judío reconocería la conexión, tanto en el primer siglo, cuando se escribieron, como hoy.
Entender la crucifixión desde el simbolismo de la cena de la pascua judía nos habla del significado más profundo de la Cruz. Una forma de entender el misterio pascual que se celebra en Semana Santa es la invitación a vivir la vida como la vivió Jesús, aprendiendo a dar la vida por la salvación de los demás. Es morir a nosotros mismos, que es como murió Jesús. Y ahí yace la promesa de la salvación que celebramos estos días: viviendo y muriendo como Jesús, resucitaremos también como Él a una nueva vida—tal y como Jesús le prometió a sus discípulos tantas veces.
En el Jueves Santo podemos reflexionar en cómo vivió Jesús: cómo vivió amando a los que Dios le habían confiado, y como los amó hasta el extremo; viendo en el lavado de los pies que Jesús nos invita a encontrar en el servicio al prójimo la clave de una vida con propósito y significado. En un año normal, hubiésemos terminado en adoración acompañando a Jesús en su agonía en Getsemaní, pronunciando la misma oración, nacida de su amor profundo por la vida.
El Viernes Santo constituye una invitación a morir como murió Jesús: morir a nosotros mismos, el nuevo sacrificio. Morir a la tendencia original que todos tenemos de situar nuestras necesidades por encima de las de las demás.
¿Quién es éste? Es Jesús, que hoy, Viernes Santo, muere por amor a los que le eran suyos, que entiende que Dios le ha prestado. Es Jesús, que no sólo muere por los suyos en este mundo, sino que muere también por amor a la condición humana también—Jesús, Hijo del Hombre. ¿Quién es este?
Es el Jesús, servidor sufriente de Isaías (primera lectura de hoy, Viernes Santo) que agoniza y le suplica al Padre que le aparte el cáliz que le toca beber—el Jesús cuyo corazón estaba roto mucho antes de que una lanza le traspasara el corazón—traicionado, negado y abandonado por los suyos, insultado y repudiado por los demás. El Jesús que muere perdonando a los propios y a los demás. Es Jesús el que muere prometiendo el paraíso al ladrón crucificado, que en medio del terrible sufrimiento, sigue enseñando y curando. Jesús es el que muere de la misma manera de la que vivió.
Si este es el Jesús del Viernes Santo—que sirve, cura y ama hasta el extremo—¿quiénes vamos a ser nosotros?
Durante la Cuaresma, católicos alrededor del mundo practican de forma más intensa la oración, el ayuno y la limosna. El P. Ricardo Martín, de la Comunidad de San Pablo, es rector de la parroquia del Sagrado Corazón en la ciudad de Racine, en Wisconsin. Los dos últimos años, la parroquia ha dedicado su campaña de Cuaresma a la construcción de sendas capillas en la parroquia de la Sagrada Familia, en la República Dominicana, donde la CSP ha trabajado desde 2003. Estas capillas no son sólo espacios de oración, sino que también se utilizan como lugares donde se reúne la comunidad y desde donde se pueden llevar a cabo diversos programas educativos. Estos dos últimos años, dos grupos de la parroquia han viajado a la República Dominicana para conocer de primera mano el trabajo que se realiza allí y para estar presentes en la inauguración y bendición de cada capilla.
Este año, la parroquia está dedicando su campaña cuaresmal a la construcción de una nueva capilla/centro comunitario, pero esta vez en la zona de Independencia, en la provincia de Cochabamba, en Bolivia. Independencia está a unas cuatro horas en coche de la ciudad de Cochabamba, atravesando una increíblemente bella sección de Los Andes. La capilla será construida en un terreno donado por la comunidad local, y situado en un lugar central a ocho distintas comunidades rurales, y desde ahí se llevarán a cabo programas médicos, de educación y agricultura. Para informarse del proyecto y de la gente a la que servirá, Ricardo visitó Independencia en febrero. Este es el video que se ha producido para explicar el proyecto a los feligreses de la parroquia del Sagrado Corazón de Racine, Wisconsin: http://www.youtube.com/watch?v=ZMKc4vAvZyc
Aún en el tiempo de Navidad, este fin de semana celebramos la fiesta de la Epifanía. En nuestro contexto de fe, epifanía significa la manifestación de Cristo a todas las naciones.
Hemos ido a Misa constantemente estos días. Seguimos escuchando todos estos relatos sobre el nacimiento de Jesús de los dos evangelios que nos lo explican, Lucas y Mateo. Una de las cosas hermosas de todos estos textos sobre la Navidad es ver cómo la Buena Nueva del nacimiento de Cristo tiene un efecto expansivo: primero, solo María lo sabe; entonces José; luego Elizabeth y Zacarías; luego los pastores (representando los marginados de Israel. En la Epifanía, la Buena Noticia llega a todo el mundo. Usando lenguaje del siglo XXI, Jesús se hace viral.
Cristo continua manifestándose en nuestro mundo, y nos corresponde a nosotros escuchar esta Buena Noticia y dejar que nos transforme, como transformó a los Magos de Oriente. Cuando empieza el relato de los magos, estos sabios buscan a Jesús en Jerusalén, en el centro de poder, y preguntan por él a Herodes, personificación del poder. Al final del texto, transformados por el encuentro con Cristo, se dan cuenta de que tienen que evitar Jerusalén y Herodes, y regresan a su tierra como personas transformadas, llevando consigo la buena nueva de Jesús.
Observamos la actitud de los Magos en este evangelio de la Epifanía, y aprendemos de ellos cómo dejar que Jesús transforme nuestras vidas como cambió las suyas:
(1) Los magos eran personas que estaban en movimiento, con una actitud de búsqueda. Lo opuesto es nuestra tendencia a establecernos, en la vida y en la fe, y dejar de buscar. Nos instalamos en la comodidad de las certitudes, y tenemos más respuestas que preguntas—caemos en la tentación de la complacencia.
(2) En su búsqueda, los Magos leyeron un signo: una estrella. Dios nos manda continuamente señales y pistas para encontrar a Jesús. Quizá no son señales tan espectaculares como la estrella itinerante de hoy, pero Dios sigue comunicándose con nosotros a través de las personas y los acontecimientos de nuestra vida diaria. No deberíamos perder la sensibilidad para discernir estos signos de Dios.
(3) Una vez que se encuentran con Jesús, los Reyes Magos se lo dan todo. Le regalan al Niño regalos muy simbólicos. El oro, que representa la riqueza material, una preocupación contante de cualquier ser humano. Incienso, usado por múltiples culturas a través de la historia como elemento de ritual religioso, representando nuestra relación con la divinidad. Y mirra, un ungüento con efectos medicinales que también se usaba para embalsamar los cuerpos de los difuntos, representando la realidad del sufrimiento humano y la certeza de la muerte. Lo contrario sucede cuando no dejamos que Jesús nos cambie y optamos por vivir la fe a nivel superficial, centrándonos en los gestos y los rituales, en las normas y las leyes, y no nos sentimos interpelados por la increíble invitación a ser seguidores de Jesús.
(4) Y los Magos se llenaron de alegría al encontrarse con Jesús—no sólo alegría, pero una alegría desbordada, la alegría del evangelio que es una opción más que un sentimiento. Todos tenemos problemas y dificultades, motivos para la tristeza y la preocupación. Pero el encuentro con Jesús—empezando por la Eucaristía, pero también en el resto de nuestras vidas—tendría que llenarnos de la alegría desbordada de los Magos. ¿Sentimos esta alegría intensa cada vez que encontramos a Jesús en el “otro” especialmente el extranjero, el distinto, el marginado?
La Epifanía es una explosión de alegría y significado, y su onda de choque nos alcanza hoy. Aprendamos de los Magos de Oriente como continuar el trayecto que nos lleva al Niño, y más allá, en constante itinerario de transformación.
Dentro de la Semana Santa, esta noche empieza el Triduo Pascual, que se abre con la celebración del Jueves Santo, la conmemoración de la Santa Cena del Señor. Hay muchas formas de acercase a la Semana Santa y al Triduo. Una de ellas es considerar los distintos escenarios en los que sucede la Pasión de Cristo, texto que durante estos días leemos en dos ocasiones: en el Domingo de Ramos la versión de los sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas) siguiendo los ciclos anuales del leccionario (este año corresponde Marcos) y la versión de Juan, que cada año proclamamos durante el Viernes Santo.
Los escenarios de la Pasión nos llevan desde la entrada a Jerusalén, hasta la tumba de Jesús, pasando antes por la casa de Simón el leproso, el Cenáculo, la finca de Getsemaní, la residencia del Sumo Sacerdote, el palacio de Pilato, y el Gólgota. Aunque todos estos lugares son importantes, Getsemaní sigue siendo el lugar que más me conmueve, el lugar que, para mí, más sentido le da a la experiencia de la Pasión.
Siguiendo la versión de Marcos, tras la cena pascual, Jesús y sus discípulos se dirigen a Getsemaní. Ya en el camino, Jesús le dice a sus discípulos que lo van a abandonar, anuncia una vez más su Resurrección y predice la negación de Pedro. Llegando a la finca de Getsemaní, Jesús muestra su humanidad. Getsemaní es donde presenciamos que Jesús, a pesar de ser Hijo de Dios, sufre como hombre. Y nos atrevemos a pensar que Jesús no sufre tanto en anticipación del intenso dolor físico que le espera, sino por el pesar de abandonar a los suyos, a los que amaba. No podemos despojar a Jesús de su humanidad, no le podemos quitar a la Pasión el paso por Getsemaní. La absoluta entrega de Jesús al plan de Dios sólo tiene sentido si vemos cómo Jesús supera, una vez más, la tentación de no ser el Hijo amado de Dios.
Para entender esta última tentación de Cristo, recordamos que después de la celebración del Miércoles de Ceniza, empezamos cada año los domingos de Cuaresma con el texto de las Tentaciones. Este año leemos básicamente a Marcos, evangelio en el cual el texto de las tentaciones apenas ocupa dos versos (Mc 1, 12-13.) Es Lucas el que más claramente indica que “acabadas todas sus tentaciones, el diablo se alejó de él por un tiempo” (Lc 4, 13) velada amenaza de que el diablo volverá a la carga en otro momento más propicio para él. Y ese momento es Getsemaní.
En Getsemaní, antes de ser prendido, Jesús manifiesta que se muere de tristeza. En el huerto de Getsemaní, Jesús le pide a sus discípulos que recen, precisamente para no caer en la tentación. En el jardín de Getsemaní, se repite la escena de la Transfiguración (como también sucede en Mateo). Jesús se lleva aparte a los mismos discípulos que se llevó en la Transfiguración—Pedro, Santiago y Juan. Jesús entonces reza en voz alta al Padre cercano, a quien se dirige como “Abba”, suplicando la posibilidad de apartar el trago del sufrimiento, sometiéndose acto seguido a la voluntad del Padre. Y como en la Transfiguración, los discípulos se han dormido, y Jesús le increpa a Pedro—que ha vuelto a ser Simón, ha perdido su identidad—y le ordena que pida no caer en la tentación.
¿Qué tentación ha experimentado Jesús? Si vemos el paralelo con la Transfiguración—que siempre leemos en el segundo domingo de Cuaresma, precisamente después de las tentaciones—si nos damos cuenta de que esta escena en Getsemaní es un paralelo con la escena en lo alto del Monte Tabor, sabemos que la tentación es que Jesús—en su profunda libertad—optara por no actuar como el Hijo de Dios que es, y decidiera no someterse al escarnio de la Cruz. En la Transfiguración, la voz de Dios indica a sus discípulos, “Este es mi Hijo, el amado”. Es un anuncio de la identidad de Jesús, que además lo conecta con su bautismo, pues la misma voz proclama el mismo mensaje, en un bautismo que no es de limpieza ritual—pues Jesús no tiene pecado—sino de identidad. Esto es Getsemaní: una nueva, una última tentación de identidad. El Hijo del Hombre supera en un instante la tentación de no querer ser quien es no sometiéndose a la Cruz.
El Jueves Santo recoge y recrea esta experiencia en la adoración que sigue a la celebración de la Eucaristía. Desde el final de la Misa hasta, como mínimo la medianoche, nos postramos ante la presencia real del Jesús que se ha debatido unos segundos en humana ansiedad entre el amor a la vida y el amor al Padre y su voluntad. El Jesús que por un instante le suplica al Padre que le despoje de su identidad. Y es la tentación superada lo que llena de significado y profundo amor la decisión firme de dejarse clavar en una cruz. Es Getsemaní que nos acerca al Dios humano como nosotros, tentado pero firme, que sufre, pero que ama como nosotros estamos llamados a amar. Es Getsemaní que nos muestra lo que somos capaces de hacer cuando nos sentimos hijos profundamente amados por el Padre. Es con Getsemaní en el corazón que nos acercamos y entendemos la Cruz, entrega absoluta al amor del Padre y al amor del prójimo. Con Getsemaní en el corazón entenderemos la belleza de la Resurrección que nos espera al otro lado de la Pascua.
¡Feliz Semana Santa!